El pueblo lleva días en un estado de desbordante excitación. Sus habitantes viven cada día con una emoción incontenible, esperando impacientes la llegada del domingo. Ese día en que los focos caerán sobre su localidad, y de uno a otro rincón del país todos los ojos mirarán hacia ellos. La mayoría de esas gentes no ha pisado nunca el estadio de la localidad. No sabrían distinguir un fuera de banda de un fuera de juego. Les costaría decir el nombre de un jugador de su equipo. Pero esta semana han visto ese estadio en todos los canales nacionales. Han escuchado el nombre de su querido pueblo en boca de esos divos del Mr. Marshall que llenan tantas páginas de la prensa rosa como de la deportiva. Así que son muchísimos los que han roto esas huchas de barro que con tanto celo han ido llenando, y gastado sus ahorros en hacerse con el tesoro más preciado: una entrada para ver al Mr. Marshall F.C. en el césped del Toropín. No se lo pueden perder. Según se acerca el día del evento, crece la expectación y el ansia por disfrutar del evento…
La víspera del partido los aledaños del Hotel Meiba son un hervidero de gentes con la camiseta del Mr. Marshall. Esperan que el equipo visitante salga a dar un paseo por el pueblo, y así cazar la ansiada foto, o el memorable autógrafo. Cualquier cosa ayuda a matar el tiempo en esas interminables horas previas al momento culmen.
Por fin llega el domingo, y el pueblo es una fiesta. Las horas previas al partido pasan rápidas, y cuando el balón echa a rodar se desata el éxtasis en las pequeñas gradas del Toropín, que nunca antes se habían visto llenas hasta la bandera. En los balcones de los edificios colindantes los locales se agolpan para poder ver una pequeña fracción del verde en el que el Mr. Marshall está jugando. Los noventa minutos dan para millones de fotos, poses, y alguna que otra anécdota que igual llena un par de minutos de esas cosas “que el ojo no ve”. El Mr. Marshall gana 1-5, y la mayor parte de la gente sale feliz del estadio. Se apresuran para llegar a tiempo de ver las noticias, y comprobar si esa fugaz toma de cámara ha bastado para conseguir el ansiado segundo de gloria. Los focos del Toropín se apagan pocos minutos después. Los técnicos de MediaCork se afanan en recoger todo el cableado, las cámaras, e incluso las luminarias suplementarias que hubo que instalar para que la retransmisión se diese en unas condiciones aceptables. Un pequeño grupo de aficionados, sentados en un banco del jardín que hay frente al estadio siguen ahí cuando el último cámara de MediaCork sale del estadio. “¿Partidazo del Mr. Marshall, eh chavales?” – les dice a los aficionados allí reunidos, antes de que la tenue luz le permita ver que visten la camiseta del equipo local. “Si el Mister hubiera metido a Martínez delante de los centrales, no nos hubieran hecho tanto daño entre líneas” –le responden resignados pero orgullosos-.
Ese lunes el pueblo amanece más oscuro. Durante un par días más aún resuenan los ecos de ese evento sin precedentes para la localidad. El siguiente domingo de partido en el pueblo, debuta un nuevo míster en los locales. Ante unos 500 espectadores, Martínez juega por delante de los centrales, y hace un partidazo memorable. El resto de la temporada se convierte en un jugador clave, lo que no logra, sin embargo, evitar el descenso de categoría del equipo. Ese verano, el Mr. Marshall ficha a Martínez para su filial. “En el Mr. Marshall B intentaré demostrar lo que valgo para que me den una oportunidad en el primer equipo” – declara Martínez-.
Aquel grupo de aficionados, sentados de nuevo en ese banco frente al Toropín se lamenta. “Menuda pérdida lo de Martínez. Siempre igual” –dice uno-. “No pasa nada” – contesta otro- “mientras nos dejen seguir existiendo”.